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Tus preguntas sobre los Santos

Comentario a la leyenda de Santa Filomena (III)

Comentario a la leyenda de Santa Filomena (III)

"Muy contentos mis padres pensaron que todo estaba solucionado, pero al salir del Palacio de los Césares, con respeto, dije a mis padres que no aceptaba la proposición de Diocleciano, por más grandioso que se presentara mi futuro. Ellos trataron de convencerme de mil maneras, insistiendo sobre la suerte que tenía de llegar a ser Emperatriz de Roma. Sin vacilar ni un solo momento, yo rechacé la tentadora propuesta, diciéndoles que estaba comprometida con Jesucristo y que me había desposado con El, haciendo un voto solemne de virginidad, cuando tenía once años.

Mi padre trató de persuadirme, diciéndome que como niña e hija, yo no tenía derecho  de disponer de mí misma, y usó de toda su autoridad para hacerme aceptar la propuesta. Pero mi Divino Esposo me dió la fortaleza para perseverar en mi resolución. Al ver que no cedía, mi madre recurrió a las caricias, rogándome tener piedad de mi padre, de ella, de mi país. Yo le contesté, con una firmeza que me sorprendía:
"Dios es mi padre y el Cielo es mi madre".

Mis padres fueron incapaces de doblegarme. Frente a mi voluntad, estaban desarmados. Y lo que más les preocupaba, era que mi negación podía ser tomada por el Emperador como un mero pretexto de mala fe y la excusa de un engañador. Yo lloraba y les decía:
“¿Vosotros deseáis que por amor a un hombre rompa yo la promesa que he hecho a Jesucristo? Mi virginidad le pertenece y yo ya no puedo disponer de ella.”
“Pero eres muy joven para ese tipo de compromiso”, me decían, y juntaban las más terribles amenazas para hacerme aceptar la boda con el emperador.

Cuando mi padre tuvo que informar al Emperador de mi decisión, Diocleciano ordenó que fuera llevada a su presencia. Pero yo no quería ir. Cuando me vieron tan decidida en mi resolución, mis padres se arrojaron a mis pies y me imploraron aceptar y hacer lo que ellos deseaban, diciéndome:
"¡Hija, ten piedad de nosotros! ¡Ten piedad de tu país y de tu reino!"
Yo repliqué:
"Dios y la Virgen primero. Mi reino y mi país es el Cielo".

“Finalmente, frente a tanta presión, decidí presentarme frente al tirano, pensando que era necesario dar testimonio de Jesús. Diocleciano primero me recibió con mucha bondad y honor para hacerme acceder a sus requerimientos, y renunciar a mi decisión, pero no obtuvo nada de mí. Viéndome absolutamente firme y sin temor frente a su poder imperial, perdiendo su paciencia y toda esperanza de conseguir su deseo, comenzó a amenazarme. Pero, no pudo vencerme ya que el Espíritu de Jesús me daba fortaleza. Entonces, en un acceso de furia, bramando como un demonio, lanzó esta amenaza:
"Si tu no me tienes como amante, me tendrás como un tirano”
"No me preocupa como amante, ni le temo como tirano", le repliqué.

El emperador, visiblemente furioso, ordenó que me encerraran en un calabozo, frío y oscuro, bajo la guardia del Palacio Imperial. Fui encadenada de pies y manos, y me daban de comer sólo pan y agua, una vez al día. Pensando que, con este régimen severo y duro, yo cambiaría de idea, Diocleciano venía diariamente a renovar su oferta y soltaba mis grilletes para que pudiese comer, y después renovaba sus ataques, que no hubiese podido resistir sin la gracia de Dios. Pero yo no estaba sola, mi celestial Esposo cuidaba de mí, y nunca cesé de encomendarme a Él y a su Purísima Madre.”
"Hacía treinta y seis días que vivía con este régimen, cuando la Santísima Virgen se me apareció, rodeada por la luz del Paraíso, con el Niño Jesús en sus brazos, y me habló así:
"Hija, ánimo, permanecerás tres días más en este calabozo y en la mañana del día 40 de tu cautiverio, dejarás este lugar de pesares".
Con estas palabras, yo me llené de alegría, pero entonces, la Virgen continuó hablándome:
"Cuando dejes esta celda, serás expuesta a una gran lucha de atroces tormentos por el amor de mi Hijo".

Inmediatamente me estremecí y me ví a mí misma en la angustia de muerte, pero la celestial Reina me dió coraje, diciéndome así:
"Hija mía, te quiero muchísimo, ya que llevas el nombre de mi Hijo. Te llaman Lumina, y mi Hijo es llamado Luz, Sol, Estrella; y a mi me llaman Aurora, Estrella, Luna. Yo seré tu Auxiliadora. Ahora, es la hora de la debilidad humana que te humilla, que te atemoriza, pero vendrá de lo alto la gracia de la fortaleza, la que te asistirá y tendrás a tu lado a un Angel que te cuidará, la protección del Arcángel San Gabriel, cuyo nombre significa "Fortaleza de Dios". Este Arcángel fue mi protección en la tierra, y yo te lo enviaré para que te ayude, porque tú eres mi hija, la más querida hija entre todas mis hijas. Gabriel te asistirá y con él saldrás victoriosa."
Estas palabras reavivaron mi ánimo y coraje. La visión desapareció, dejando impregnado de fragancia mi prisión, y me consoló."

De este largo pasaje, aunque muy hermoso y poético, sólo cabe decir nuevamente que está tomado de las tradicionales leyendas de las vírgenes y mártires. El sacrificio de la virgen que renuncia a un matrimonio ventajoso, riquezas, esplendores, comodidades, por el voto de virginidad empeñado, es un tema recurrente en la intensísima mayoría de las leyendas de vírgenes y mártires. La insistencia de los familiares, que ruegan y se echan a los pies de los que van a sacrificarse, y finalmente, las apariciones celestiales para consolar y fortalecer al mártir, están vistas de sobra en todas estas leyendas.

Es importante hacer notar que, cuanta más palabras y largos discursos, por hermosos que éstos sean, más se debe desconfiar de la autenticidad histórica de unas actas de martirio. Las actas auténticas que nos han llegado se caracterizan por su sencillez y fuerza, en la que más hablan los magistrados que los condenados, y nunca hay ni largos discursos ni inmensas palabrerías. Por otra parte, las apariciones celestiales son un recurso añadido para convencer al fiel de que Dios sostenía al mártir y lo premiaba, mediante una aparición física, cuando en realidad este sostén debió ser la propia fe del condenado. Y por otra parte, aun cuando no estoy adecuadamente documentada en el culto mariano en aquel entonces, si hay algo que brilla por su ausencia en la mayoría de relatos de mártires en esta época, es la mención a la Virgen María en las profesiones de fe. Es posible que en aquel entonces el culto a la Virgen no estuviese desarrollado. Por lo tanto, tan sólo en contadísimos casos (Santas Justa y Rufina, Santa Avia, etc) tenemos menciones de apariciones de la Virgen a cristianos encarcelados, siendo más frecuentes las del propio Jesucristo o sus ángeles. Y aún así se trata de leyendas tardías muy posteriores a los hechos narrados.

Todo esto ha sido copiado para la leyenda de Santa Filomena, de eso no cabe duda. Y aún en las palabras de la Virgen, se ve que están presentes las devociones de la época en que fue escrita la leyenda: María como “Auxiliadora”, el arcángel Gabriel como guardaespaldas particular de la mártir, etc. Además, como si esto fuera poco, la leyenda pone en boca de la Virgen esa falsa etimología del nombre de Filomena, otra vez.

En cuanto a la estancia de la cárcel, huelga decir que nunca hubo cárcel alguna en las residencias de los emperadores. Eran edificios separados y convenientemente alejados, lógicamente nadie tendría un foco peligrosísimo de inmundicias y contagios de enfermedades bajo el suelo de su propia casa. Y ya hablábamos en el artículo anterior de la verdadera naturaleza de Diocleciano: quien apenas se dignaba a recibir embajadores en su presencia, mucho menos bajaría a las inmundas cárceles donde se exponía a la suciedad y al contagio de enfermedades. Pretender que el mismo Augusto en persona se ocupara del caso de Filomena, tan sólo pretende reforzar el prestigio de ésta. En realidad, nadie se hubiese tomado tantas molestias para que una joven aceptase un matrimonio.

Sin embargo, no todo es negativo: está bien que en esta leyenda alguien haya añadido una larga estancia en la cárcel (40 días no deja de ser una cifra simbólica). Las actas de los mártires a veces nos dan a pensar, erróneamente, que la detención, juicio, tormento y ejecución ocurría en uno o en pocos días, cuando en realidad eran procesos largos y la mayoría de veces duraban meses, muriendo muchos en el antihigiénico e insalubre clima de las cárceles.

Meldelen

Ni devoción mariana, entendida como aquí se nos pone, como Auxilio de los cristianos, ni al ángel Gabriel, ni comunión a temprana edad. En la piedad cristiana primitiva el testimonio por excelencia era el de los apóstoles y mártires y aún así, más como ejemplo que como abogados, aunque es cierto que hay testimonios de petición de oraciones no era lo habitual ni frecuente. El culto mariano que contempla a María como intercesora no estaba desarrollado y no lo estaría hasta mucho tiempo después, eso sin hablar del término "Purísima"... Mucho menos aparición o devoción al Niño Jesús. No aparecen referencias a las devociones a la infancia de Cristo, ni el Niño Jesús como centro de devoción, o apariciones hasta casi 1000 años después.

Ramón.

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